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Erase un país democrático. 2

Aquel país que se era, y al que ya me he referido, era un reino donde las cosas comunes a todos estaban muy bien montadas, aunque algunas mentes díscolas las hubieran preferido establecidas exactamente al revés.

Por poner un ejemplo de entrada, de los demasiados que había en idéntico sentido de lo auténtico: a los creadores no les servía de nada seguir fabricando ficciones porque, además de haber vivido multiplicados por cero, llegada la jubilación se establecía que la renta del esfuerzo de años, o su continuación madura, estaba escamoteada de su bolsillo (robada), incluso castigada en relación a contar con dádivas miserables (jubilaciones para sobrevivir). Comprendieron, tarde, que más les hubiera valido ocuparse en sacar tajada de peregrinas operaciones corruptas, que a esas la sociedad consiente su reencuentro monetario en las faltriqueras malhechoras, una vez penado, pero poco, si acaso es descubierto el artífice.

Muchos optaron, y no sólo los jubiletas, por la manera clandestina de sus cuentas, para que los distintos abusos, o tributos, no les diezmaran el rendimiento de su trabajo. Y así el global se resentía, pero había que buscarse las habichuelas, y en eso se hallaban. Mientras contemplaban la desfachatez opulenta de los cada vez más poderosos, dado que sus políticos aprobaban leyes que sólo a su beneficio servían.

Los trataron de convencer de que la justicia establecida se empleaba con idéntico rigor con todos; y hasta puede que la mayoría se lo creyera, a pesar de las pantomimas que cotidianamente les contaban, con toda su desfachatez, desde los púlpitos.

Y hablando de conventos, sacristías y eucaristías, no se puede dejar pasar un comentario aterrado de la influencia que sobre la moral y demás reglas sociales establecía el clero, o brazo espiritual de la Corte, que pagaba prebendas y privilegios sin medida, con una permanente y circunstancial tormenta de ideas recalcitrantes y carpetovetónicas, de lo que debiera ser, y de cómo combatir en el vecino desviaciones heterodoxas.

Y las brujas, que haberlas las seguía habiendo, y aunque se las seguía negando el pan y la sal, y desde luego no se les facilitaba instrumentos para su defensa personal, se las terminaba defenestrando su libertad individual con argucias decimonónicas.

Un reino donde se había establecido que si se retrocedía en derechos y en bienestar colectivo, eso permitía que la aristocracia acrecentara sus fortunas y su dominación para implantarla tan eterna como histórica. Por eso fueron a degüello, y los súbditos tragaron y tragaron. Y así, para cuando quisieron darse cuenta, ya se encontraban formando parte de estamentos mendicantes, o ejércitos de muertos vivientes sin la menor capacidad para la respuesta; porque la enajenación había triunfado merced a aquellos mecanismos de transmisión de lo zafio, lo chabacano, lo vulgar y lo cruelmente instintivo.

Por eso, más allá de los límites del reino, cuando los representantes más afamados se conciliaban con los de otros países, reinos o repúblicas aviesas, se ufanaban de su servicial y adormecida plebe, para la que contaban con algunos líderes de entre ellos, construidos a su medida, que tergiversaban lo que podía ser un grito libertador que se les atragantaba a los más lúcidos y empecinados, pero que calaba, y dejaba en bancarrota a las grandes masas masificadas masivamente.

Cabía aún la esperanza de un estallido revolucionario que diera la vuelta a la tortilla, y a la sartén también se la volteara; y con tal fin naciera en el reino que se era, finalmente, un líder sano y esencialmente bueno, sin egoísmos. O, mucho mejor, ya puestos, que el anhelo resistente, que sin duda permanecía en algún rincón de multitud de almas, se removiera en su comodidad y, al unísono, se lanzaran al combate ciudadano como última convocatoria para recuperar el disfrute pleno de su felicidad, y de un equilibrio justo entre todos los habitantes, teniendo el origen que reivindicaran, pero coincidiendo todos en un futuro digno, justo y en libertad. Y creador, ¿por qué no?

Pero el cielo no auguraba tan feliz estallido. Si no que más bien tocaba a arrebato una decidida deformación congénita que iba corrompiendo el cuerpo social. Así todo seguía su orden establecido, masacrando sentido común, justicia igualitaria, beneficio colectivo y todo aquello cuanto se precisa para ser feliz y libre, incluso para que los creadores pudieran encontrar un hueco para la dignidad y cierta tranquilidad reconocida para su trabajo.

Pero todo iba a durar, o a empeorar, porque en el Imperio, a los gobernantes del Reino se les veía con buenos ojos, dóciles y cumplidores con el saqueo establecido.

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