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Belén Álvarez

(Navidades del 2014. Les hice escribir a la luz de unas velas, y les introduje algún elemento para que fueran torciendo el relato según lo conocían, por ejemplo que descubrían un ataud. Aunque cada uno se fue por el camino que quiso, como debe ser. Los ejercicios sólo son propuestas para incentivar su capacidad creadora, impulsos para ponerse a trabajar)

Embrujo

Un aliento cálido en el cuello le hace girar la cabeza. Sonríe. Esta vez han tardado en llegar, pero ahí están, como cada día, cuando la luna se asoma insolente empujando a un sol que agota su tiempo. Se incorpora y acaricia las dos cabezas lobunas con dulzura, iniciando de esta manera la marcha. El frío la obliga a arrebujarse en la capa, el silencio apenas roto por el crujir de las hojas bajo sus pisadas. Sus pasos no tienen más destino que seguir el brillo de las estrellas que acompañan la noche que va cayendo.

Se adentran entre los árboles. Las primeras nieves, demasiado tempranas, se dejan ver aquí y allá. Una luz inusual se entrevé en el bosque. Sorprendida, deja que la curiosidad marque el rumbo. Los animales trotan delante de ella, abriéndole camino entre los pinos hasta la vieja verja oxidada tras la que se esconde el antiguo caserón del indiano. Ante ella se sientan, vigilantes mientras esperan que la joven la empuje con esfuerzo para permitirles pasar a los tres. El gemido chirriante que emite el metal despierta al hermoso búho, que los espera en la rama más baja del roble cercano.

La muchacha se detiene pensativa a mitad del sendero, invadido en algunas zonas por la maleza que dificulta el paso. En el silencio que los rodea cree adivinar un murmullo a lo lejos. Sus compañeros se vuelven, apenas se les  adivinan los ojos en la tenue luz de luna que dejan pasar las nubes. Al reiniciar la marcha, las ramas que se le enganchan en la ropa dejan al descubierto unos hermosos rizos oscuros, arremolinados por el suave aleteo del ave que se les ha unido.

Cuando el grupo alcanza la entrada ella golpea con decisión la aldaba de bronce que ocupa el centro de la puerta. Una sombra se mueve a la luz vacilante que se atisba tras las cortinas de la ventana. Tras unos instantes de espera, alguien les abre.

Una voz grave y armoniosa los recibe con cierta hostilidad. La imagen de la joven y su inusual compañía no incita, ciertamente, a la cordialidad. Sin arredrarse por ello, solicita cobijo. El hombre la mira con recelo, y finalmente le franquea el paso con una mueca torcida. En la penumbra del vestíbulo ambos se evalúan, entornando las miradas. Un enorme mastín se acerca precavido a los lobos, los olisquea temeroso antes de decidir acogerlos con un leve gañido. Por fin los precede a la espaciosa biblioteca en cuya chimenea arde un vivo fuego que caldea la estancia.

En medio de la opresiva oscuridad que domina el entorno, la visitante camina con aplomo hacia el extraño espectáculo que se adivina en el otro extremo de la habitación: sobre una mesa cubierta con pesadas vestiduras se halla depositado un ataúd abierto en el que se acumulan numerosas páginas manuscritas. Lo vela un reducido grupo de personas, con la tristeza reflejada en los rostros. En sus manos sostienen gruesos velones cuya vacilante luz apenas logra romper las sombras que los rodean.

“Disculpe, señorita, no la conozco y creo que comprenderá que no ha llegado usted en un buen momento” dice la voz grave y armoniosa a sus espaldas. La muchacha ladea con coquetería la cabeza. “¿Eso crees? Pues yo se que me buscas cada vez que te sientas a esta mesa, que me increpas si me retraso a tu llamado, incluso en ocasiones lloras como un niño cuando temes haberme perdido…”, replica la recién llegada con una sonrisa, mientras se acerca al velatorio. Su voz cristalina rompe la nube de aflicción que inmoviliza la escena. “¿Quien eres?” interroga el dueño de la casa.

“Soy quien tú quieres que sea, puedo ser la seductora sirena por la que suspiras en tus noches, o la maléfica bruja que pervierte tu alma, o el poderoso dragón que…”

“¿Quien eres?” la interrumpe él con impaciencia. “Me llaman Talía” responde ella, saludando burlona con una reverencia, “ y habito donde habitan los sueños.”

“¿Talía?” repite un eco triste que alguna vez fue humano, quizás mientras estuvo vivo. Una cascada de risas hace vibrar las llamas en la chimenea y espabila las velas. La corriente de aire fresco que emana de ella agita los cortinajes y hace volar las cuartillas que escapan traviesas de su prematura mortaja.

Indignados por aquella alegría  irreverente y blasfema, que trae aires de primavera al invierno que los embalsama, todos los presentes se afanan por recuperar aquellas hojas muertas, inmersos en un acto de devoto desagravio.

“Un aliento cálido en el cuello le hace girar la cabeza…”  reza en todas ellas. Durante unos momentos se miran confusos unos a otros, desconcertados, hasta que la magia de los cuentos cala de nuevo en sus corazones, reconfortándolos. Entonces se acomodan frente al fuego y cerrando los ojos, cada uno da vida a su propia historia.

 

(La propuesta del taller consistía en que contaran dos o tres escenas de la historia de un personaje por las que ha ido generando odio hacia su padre).

Los chicos no lloran

I

La familia se había reunido en casa de la abuela, que cumplía años. Estaban todos en el inmenso comedor. Los mayores tomando café y algún licor después de la celebración; los pequeños a lo suyo, jugando con los coches que había traído Ricardo, o con las canicas, esperando poder salir al jardín para emular a los admirados Pirri, o Amancio.

Todos entretenidos menos Manuel, un crío de apenas cinco años que estaba de pie, solo en una esquina, mirando con envidia a sus primas mayores atareadas maquillando a la más pequeña con las pinturas que le habían cogido a la tía Marga.

–   ¡Niño! -le grita su padre- ¡déjate de mariconadas y vete a jugar con los primos!

II

Las primas son ya adolescentes. La abuela cumple años una vez más y en esta ocasión alguien pensó que era una buena idea disfrazarse. Manuel ve su oportunidad y se une a las chicas que han decidido vestirse de enfermeras. Al fin y al cabo en los carnavales del año anterior el tío Mario y sus amigos desfilaron en la carroza de la peña vestidos de odaliscas entre las risas y los guiños de todos.

La bofetada del padre todavía le escuece cuando se acuerda. Y sus gritos e insultos  aún lo persiguen en las noches de insomnio.

–   Jesús, por dios, es sólo un niño, -lloraba la madre.

–   ¡Tú y tu maldita familia, riéndole las gracias al maricón de tu hermano! ¡Así nos van las cosas, un hijo mío hecho un mamarracho! ¡Apártate que lo mato!

III

Toda la familia se prepara para ir a la iglesia, menos Manuel que está con fiebre. Apenas salen de casa se cuela en la habitación de su hermana. Abre los cajones de la cómoda y acaricia con deseo la ropa interior. La extiende sobre la cama. Se desnuda. Ha encontrado incluso el liguero que ella esconde de las miradas acusadoras del padre. Daría su vida por poder usar algo así, por sentirlo sobre su piel.

El corazón se le desboca mientras desliza el pie dentro de la media y la sube torpemente por la pierna, como ha visto hacer mil veces a su hermana, a escondidas. La engancha con dificultad y aborda la otra. Está excitado como nunca antes. Se tumba boca abajo, jadeando. Se retuerce. El estallido de placer lo deja inerte sobre la cama hasta que recupera la consciencia de su propia humedad y el pánico se apodera de él.

IV

Manuel ya es un hombre. Hace tiempo que la madre murió y desde aquel día no ha vuelto a la casa familiar, ya no encuentra motivos para hacerlo. Pero hoy su padre está muy enfermo, y sus hermanas han insistido tanto que ha acabado cediendo. Pide quedarse a solas con él. Ellas se hacen gestos de comprensión: padre e hijo tienen que hablar “de hombre a hombre”.

Una vez los dejan Manuel se acerca a la cama y se quita el abrigo. Sin decir palabra se quita también la camisa. La mirada del padre se desboca mientras él se despoja del precioso sujetador dejando al aire unos pechos pequeños y turgentes, que piden a gritos ser mordidos con suavidad, lamidos con pasión de amante.

–   Soy Manuela.

 

(Relato escrito escuchando música de Miles Davis. El ejercicio es duro, cada uno tiene que sacar lo que lleva dentro, luego hay que revisarlo, hasta convertir algo surgido espontáneo, en un relato).

Alma de blues

Aunque no hace frío decide ponerse las pieles. Después de tanto tiempo ha acabado por acostumbrarse a ser una bonita percha en la que Fred exhibe sin pudor su buena fortuna. Baja las escaleras y sale a  la calle en el momento que Paul,  gentil como siempre, le abre la puerta del coche. Se lo agradece con una sonrisa y se acomoda, suspirando, junto al hombre que desde hace tres años paga todos sus caprichos a cambio de tener al lado una figura decorativa, sin vida ni voz propias. Mientras ruedan en silencio, arrullada por el sonido del motor,  se sumerge en los recuerdos,  escapando una vez más a otros días, a otra ciudad, a otra vida…

Carl, pianista habitual del garito,  había vuelto a fallar, como era ya costumbre los domingos:  la juerga del sábado solía llevarlo por lugares de los que no siempre lograba regresar a tiempo. La sala estaba llena,  lo que era síntoma de que se había corrido ya la voz y todos querían ver las nuevas adquisiciones.  Porque la música no era más que una excusa; lo importante eran las chicas, carne fácil para aquella chusma borracha. Mientras se preparaba, oía gritar al Gordo a lo lejos, señal de que le quedaban apenas unos minutos para abandonar la seguridad de aquel sucio cuartucho en el que se hacinaban todas, antes de empezar la velada y, con su mejor sonrisa, lograr que los clientes gastasen lo que no tenían. Y  bebiesen. A cualquier precio. Hasta caer redondos debajo de las mesas de donde los sacaban los chicos del Gordo, liberándolas a ellas durante unos instantes de aquel infierno.

Cuando se iluminó la tarima que hacía las veces de escenario, apareció él. De dónde había salido nunca lo supo, pero cuando las primeras notas del saxo sonaron, el tiempo se detuvo para siempre en su alma. Sin tener apenas consciencia de ello, aquel domingo dejó satisfechos a más hombres de los que lograba recordar; sus caras, sus manazas, sus sudores, se superponían en su mente mientras el saxo desgranaba su melodía.

A pesar de que en ningún momento de esa noche ni de las que siguieron se cruzaron sus miradas, Lucy solo vivía ya en aquella melancolía que él le escribía con su saxo cada velada. Si ella abandonaba el salón con algún cliente, los ritmos de la música se aceleraban, como si quisiesen reducir así el tiempo que pasaban separados. Y  cuando ella retornaba a su mesa, arreglándose el pelo para seguir sonriendo con tristeza, la melodía se dulcificaba, lentamente, en un blues envolvente que ralentizaba los instantes que ella permanecía frente a él.

Un día el Gordo entró en tromba en el local, chillando frases sin sentido. No sin esfuerzo, lograron descifrar que Fred el Largo, el dueño real de la ciudad, estaba de paso por la zona y en virtud de no se sabía muy bien qué deudas pasadas, esa noche recalaría en el garito.  Mal que bien en el poco espacio de tiempo que quedaba, el Gordo consiguió darle un aire respetable a aquel antro, escogiendo personalmente a las chicas que estarían a disposición del Jefe que se les venía encima de sopetón.  Lucy, la estrella del local, fue una de las elegidas.

Mientras la música sonaba y todas se afanaban con sus mejores galas y sonrisas, llegó Fred con su séquito de matones. Se acomodaron, y ella se dirigió, como reo al cadalso, a cumplir obediente con el papel que le habían asignado. El saxo sonaba, sensual como nunca.

Fue una noche extraña, el Gordo irradiaba felicidad al ver cómo engordaba la caja, las chicas se afanaban con los habituales, y ella simplemente, permaneció al lado del Largo sintiendo su mano sobre la rodilla, sin subir ni bajar. Simplemente allí, encima, como carne muerta.

Un par de días después, antes de que abrieran y sin previo aviso,  apareció Paul, el chófer del Largo. Habló primero con el Gordo en la barra y tras un breve gesto de asentimiento por parte de éste, se dirigió hacia ella. La oferta era asombrosa: Fred la quería a su lado; a cambio de exhibirla como sumisa posesión allí donde fueran, pagaría todos sus caprichos siempre que éstos «fuesen razonables», según le especificó Paul. Qué sacaba el Gordo con aquel trato, ella no lo sabía, pero le hacía gestos para que aceptara.

Sin la magia del saxo que la anclara a sus sueños, ella se dejó llevar, pensando sólo en abandonar el sórdido mundo en el que chapoteaba, ignorante del páramo en el que iba a sepultar sus días con sus noches. Había vendido su alma.

 

De eso hace ya más de tres años, piensa, mientras mira por la ventanilla. Desde entonces el vacío se ha instalado en ella, abarcando cada pliegue de su existir. Entraba, salía, siempre dos pasos por detrás de su amo, transmutada en una dócil muñeca, hermosa pero sin vida. En un intento desesperado por no morirse, y aprovechando que Fred no parecía disgustarse, frecuenta todos los lugares en los que se toca jazz, o blues, o soul…

Y así, cada noche, cuando las luces se apagan y los músicos se sitúan en el escenario, Lucy cierra los ojos y sueña con aquellas melodías que un día tocaron para ella.

 

(Un texto nacido de su propia iniciativa)

Plenilunio

La luna llena la noche; la plenitud de aquel astro que acunó todos sus sueños la inunda, aunque ahora, herida, hambrienta y sola, sabe que tiene pocas posibilidades de sobrevivir para verla crecer una vez más.

Un sonido entre la maleza cercana la saca de su letargo. Escucha con atención, pero sólo se oye el silencio. Se relaja. El frío y el abandono calan hondo en su corazón.

De nuevo un ruido. Es un rumor prevenido que se acerca sigiloso. Su olor lo delata, él tampoco es prudente cuando se asoma al claro. La luna brilla en sus ojos, que la miran interrogantes.

Se descubre poco a poco, acercándose sinuoso en curvas llenas de dudas, mientras ella lucha por incorporarse. La luna iluminará su última pelea, piensa con fiereza.

Veterano en cien batallas, el viejo lobo se sienta no muy lejos y la observa. No se percibe amenaza en su actitud, quizás solo recelo. Ella apenas logra mantenerse erguida, aparentando una seguridad que no siente, con la vista nublada por el esfuerzo.

Parpadea para rehacerse pero su contrincante ha desaparecido. Aunque no teme a la muerte, esa súbita ausencia de amenaza la inmoviliza. La rabia la estimula de golpe, quiere que ataque de frente, que la mire a los ojos, desafía.

Sin saber cómo, el macho está casi a su lado. Parece tranquilo, resuelta su indecisión inicial. Se aproxima despacio hasta que sus lomos se rozan. La rodea y suavemente le acerca el hocico al desgarro del costado. Ella no puede evitar un estremecimiento cuando nota el calor de su lengua, que limpia cadenciosa cada una de sus heridas.

No se miran. No hace falta. Levantan sus cabezas a la luna y sus voces estallan en un aullido que estremece la noche.

1 comentario en «Belén Álvarez»

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