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Carlos de Luis

(Un ejercicio en tres partes. Primero tenían que proponer una situación de dos personas encontrándose en una estación de tren. Luego tenían que describir cortezas de cerdo y galletas de chocolate por separado. Finalmente prolongaban la situación convirtiéndolo en un relato, incoporando la descripción de cada uno de los objetos a cada uno de los personajes. Carlos de Luis hizo las descripciones, pero luego voló por su cuenta para escribir Círculos sin cerrar).

Las descripciones fueron:

Corteza de cerdo: Es de aspecto volcánico, con burbujas solidificadas en su superficie y con color ocre como los caminos terrosos. Sus extremos se curvan en un intento por abrazarse pero el resultado es una U deforme, un círculo incompleto y sin gracia.

Galleta: Con dos caras, una blanca y otra negra como la suerte cambiante del vendedor ambulante. Su cara agalletada lleva impresa el nombre comercial de Tirma, no exclusivo de su propiedad. Y me pregunto si será consciente de cuán mayor es la desgracia, si nacer sin nombre o nacer con el mismo nombre anodino y vulgar que cientos de miles de galletas idénticas a ella?

Círculos sin cerrar

El tren con destino Gijón se va acercando con lentitud. Apura el cigarro al máximo y quema sus dedos amarillentos de la nicotina. Lleva una maleta con las escasas pertenencias acumuladas en su vida.

Vuelve a partir, una vez más, hacia un destino programado y , esta vez, espera no volver derrotado. Busca el panel para comprobar los minutos que restan y su mirada se tropieza con un perfil conocido. Desvía la cabeza con brusquedad. Está más guapa como si el tiempo le hubiese acunado hasta mejorarla. Sus manos se estrechan con dos proyectos de hombres, así de bien vestidos, con chaqueta y corbata los dos.

Sube a toda prisa las escaleras. El tren ruge y las puertas se cierran obedientes por el mecanismo hidráulico. Pega el rostro al cristal, un hombre se abraza a ella. Se aturde, el mayor de los niños se parece a él. La imagen se va alejando hasta perderse en el infinito de su mente.

Compara el tiempo comprendido y la edad de la criatura. No le satisface demasiado saber que es imposible que sea suyo. Decide moverse para buscar su asiento con pasos lentos y pesados.

Está estupefacto, la aparición de María le ha abofeteado. El pecho palpita como a corazón abierto y frota insistente las manos contra el pantalón para secar el sudor y ahuyentar esa imagen que le persigue constantemente.

Abre una bolsa de aperitivos con la imperiosa necesidad de desviar su atención en cualquier cosa y observa con detenimiento la primera corteza que atrapan sus dedos. Es de aspecto volcánico, con burbujas solidificadas en su superficie y con color ocre como los caminos terrosos. Sus extremos se curvan en un intento por abrazarse pero el resultado es una U deforme, un círculo incompleto y sin gracia.

La vida de Roberto es un mosaico de ues deformes, proyectos iniciados que quedan incompletos por su actitud enfermiza de claudicar a la más mínima adversidad. Ha recorrido media España, conoce lugares solitarios y poco accesibles por ese carácter suyo tan introspectivo que le impide un contacto cercano con más gente.

María superó esa frialdad y timidez insultante y consiguió adentrarse en su mundo. Entró de puntillas durante los primeros meses hasta zambullirse en un oscuro laberinto de miedos y frustraciones.

Una mañana de primavera, una de esas mañanas soleadas, de brisa fresca y colores refulgentes le abandonó en una corta despedida sin preámbulos sobre un banco destartalado en el parque de la azucena. Y allí el futuro deseado se fragmentó en pedazos tan pequeñitos que Roberto no ha logrado encontrarlos para recomponerlo.

Las circunstancias le obligaron a forjarse dos caras, como esas galletas achocolatadas por un lado, para salvarse o más bien confundirse entre la selva de las relaciones humanas. Aprendió a conformar una cara cordial y amable pero poco comunicativa y la otra cara, la que le recibe cuando llega al espacio desangelado de su habitación alquilada, la que no tiene un gusto especial, la resignada e indiferente, la que no tiene interés por nada especial y que no sonríe con los sucesivos programas de televisión.

Roberto ladea la cabeza y el sol refleja en el cristal su rostro, el que mira los asientos vacíos porque no quiere mirar las verdes colinas.

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